martes, 10 de agosto de 2010

Servir es un honor



Servicio. Noble palabra que evoca humildad, obediencia y disciplina. Si el que ejerce el poder, en virtud de su legítima autoridad, lo hiciera teniendo siempre en mientes el espíritu de servicio otro gallo cantaría. Es más, el dichoso gallo podría cantar sin esperar ninguna traición. En cambio, cuando la soberbia desplaza al servicio se hace hueco la triple negación. "Yo no conozco a ese hombre". El poder no está para imponer ideas propias. No está para imponer una nueva fe, un nuevo evangelio, una nueva liturgia. Cuando eso se hace, vuelve el hombre a comer del árbol prohibido. Meditemos en el poder que ejercen nuestras legítimas autoridades de la Iglesia, por mucho que ellas sean no pueden llevarnos a comer la manzana. "Tradidi quod et accepit". He ahí el servicio.

«Dijese entonces Dios: 'Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella. Y Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra; y los bendijo Dios, diciéndoles: 'Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados, y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra» (Gn 1,26-28).

Y comenta Guardini el pasaje: La semejanza natural del hombre con Dios consiste en este don del poder, en la capacidad de usarlo y en el dominio que brota de aquí. El destino esencial y la plenitud de valores de la existencia humana están expresados aquí: ésta es la respuesta que la Sagrada Escritura nos da a la pregunta acerca del origen del carácter ontológico del poder, de que antes hablábamos. El hombre no puede ser hombre y, además, ejercer o dejar de ejercer el poder; le es esencial el hacer uso de él. El Creador de su existencia le ha destinado a ello. Y nosotros, los hombres de hoy, hacemos bien en recordar que en el hombre que representa la evolución de la Edad Moderna —y también en el despliegue en ella realizado del poder humano—, es decir, en el burgués, actúa una inclinación peligrosa: la inclinación a ejercer el poder de una manera cada vez más profunda y más perfecta, tanto científica como técnicamente, pero sin querer reconocer esto con sinceridad, o bien disimulándolo bajo el pretexto del provecho, del bienestar, del progreso, etc. De este modo el burgués ha ejercido el dominio sin desarrollar un ethos propio de él. Por ello ha aparecido un uso del poder que no está ya determinado esencialmente por la ética, y que encuentra su expresión más pura en la «sociedad anónima».

Hasta ahí el teólogo. ¿Y qué más anónimo que una autoridad eclesiástica diluida? La queja del desorden del que está obligado a poner orden. El general quejándose a la tropa de que la oficialidad no le obedece. Y el pueblo en desbandada sigue haciendo suyo aquello de: "¿Y Franco que dice de eso?".

Finalicemos siguiendo el hilo conductor de Guardini: El hombre debe conseguir el dominio en su más amplio sentido, pero permaneciendo sumiso a Dios y ejerciéndolo como un servicio. El hombre debe convertirse en señor, pero sin dejar de ser imagen de Dios y sin aspirar a convertirse en el modelo mismo.

Lo que sigue —que constituye el fundamento de toda interpretación de la existencia— nos muestra cómo es precisamente de aquí de donde arranca la tentación:

«Pero la serpiente... dijo a la mujer: '¿Conque os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?' Y respondió la mujer a la serpiente: 'Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: 'No comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir'. Y dijo la serpiente a la mujer: 'No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal'. Vio, pues, la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar por él sabiduría, y cogió de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también con ella comió. Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos cinturones» (Gn 3,1-7).

La serpiente —símbolo de Satán— le hace al hombre confundir los hechos fundamentales de su existencia: la diferencia esencial entre el Creador y la criatura; la relación entre el Modelo y la imagen; la realización humana que se da en la verdad y la que se da en la usurpación; el dominio en el servicio, y el que se realiza por voluntad propia. Con ello el puro concepto de Dios es desplazado al terreno de lo mítico. Cuando se dice que Dios sabe que los hombres, mediante la acción prohibida, pueden hacerse semejantes a El, se afirma que Dios tiene miedo y siente su divinidad amenazada por el hombre; se afirma que está, con respecto a éste, en la misma relación que las divinidades míticas. Estas proceden de las mismas raíces que el hombre, de la profundidad originaria de la naturaleza; no son, pues, en último término superiores a él. Sólo son soberanos de hecho, pero no por esencia. Por ello, al hombre le es posible destronarlas y convertirse a sí mismo en soberano. Lo único que necesita es encontrar el camino, y, según las palabras de la tentación, éste consiste en el conocimiento del bien y del mal. También, pues, este conocimiento es entendido de manera mítica: como la iniciación, reservada al soberano del mundo, en el misterio del universo, iniciación que da un poder mágico y garantiza el dominio. Tan pronto como los hombres lo alcancen tendrán la misma categoría que el soberano del mundo y podrán destronarlo. Mas las palabras de Dios no mencionan nada de esto, y la tentación consiste precisamente en colocar la auténtica relación con Dios bajo esta ambigua luz mítica, falseándola de este modo. [2] El salir airoso de la prueba ha de consistir en que los hombres honren a Dios, según la verdad de Este, y obedezcan a la vez a su propia verdad.

En lugar de obrar así, los hombres caen en el engaño y aspiran a ser soberanos por derecho propio. Posee, por ello, una fuerza realmente reveladora el hecho de que se nos narre cómo la desobediencia no produce el conocimiento que convierte a los hombres en dioses, sino que les trae la mortal experiencia de estar «desnudos». Debemos advertir a este propósito que la desnudez de que aquí se habla es esencialmente diferente de la mencionada poco antes, cuando se decía que «los hombres estaban desnudos, pero no se avergonzaban».

Ahora ha quedado roto el vínculo fundamental de la existencia. Con todo, tanto antes como después, el hombre posee el poder y la posibilidad de dominar. Pero el orden dentro del cual tenía su sentido el poder, porque era servicio y estaba garantizado por la responsabilidad ante el auténtico Señor, ha sido trastornado.

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