Meditando sobre la divina paciencia del Sagrado Corazón de Jesús, me han venido a la mente aquellas palabras de introducción del P. José Julio Martínez, S.I.:
Cierto día en París, calmada ya la revolución de 1848, una muchedumbre invade la iglesia de San Lorenzo, cubiertas las cabezas, el grito de protesta en los labios, la amenaza en los ojos...
De pronto, un personaje aparece en la puerta: se abre paso; llega hasta el púlpito; sube en dos saltos; pasea por la turba una mirada centelleante; hace gestos de querer hablar.
- ¡Silencio, silencio! -gritan unos.
- ¡Que hable! -claman otros.
Y todos callan y todos se apiñan para oírle.
Han conocido al tribuno y esperan sus palabras.
Raimundo Brucker tenía entonces cuarenta y ocho años. Obrero, periodista, poeta y orador de mitin, había escrito algunos libros, y después los había arrojado a las llamas.
Raimundo Brucker mira de nuevo a los amotinados, con aquel fuego del alma que le salía por los ojos.
Espera unos momentos: los ve a todos en expectativa; y cuando se persuade de que reina silencio en todo el recinto, lanza este clamor:
- ¡No se hace justicia al Obrero!
Resuena un aplauso, que el orador contiene con ademán imperioso, mientras continúa exaltándose por momentos:
- ¡No se hace justicia al Obrero; no se respeta al Obrero! Pasan ante él, y no le saludan; pasan ante él y ni siquiera le miran; pasan ante él, ¡le injurian cara a cara! Esto me subleva, señores; esto me hace vibrar de indignación... Lo he dicho y lo sostengo: ¡no se hace justicia al Obrero!
La que vibra de entusiasmo es aquella muchedumbre: el orador los ha fascinado; en algunos ojos brillan lágrimas; le vitorean, le aplauden, y al mismo tiempo se mandan callar para no perderle una sílaba:
- No se hace justicia al Obrero; y con sólo mirar la iglesia en que os hablo, todo atestigua a la vez la inteligencia y el poder del Obrero. ¿Quién, sino el Obrero, ha levantado esta bóveda que nos cobija, y ha tallado sobre la piedra esos animales y plantas que parecen vivir? ¿Quién, sino el Obrero, ha construido ese órgano gigante, cuyas armonías impresionan y recrean? ¿Quién, sino el Obrero, ha ideado todas estas maravillas, y las ha ejecutado, y las ha puesto al servicio del hombre? Y sin embargo... ¡no se hace justicia al Obrero!
Otra salva de aplausos le obliga a callar unos minutos. Su voz parece adquirir nuevos bríos, y grita:
- ¡No aplaudáis, compañeros! Sabed que sólo hay un Obrero digno de este nombre glorioso; un Obrero que ha hecho todas las cosas y ha hecho a todos los demás obreros; y...¡no se hace justicia al Obrero: el Obrero es Dios!
El silencio de un respeto religioso desciende sobre todos. Brucker lo aprovecha para seguir con acento conmovido:
El Obrero es Dios. Él, sabio y todopoderoso, ha levantado esta bóveda azul del cielo con millones de astros por lámparas..., ha dado la vida a plantas y animales..., ha hecho al hombre, dándole inteligencia para conocerle a Él, corazón para amarle a Él y a los hombres por Él...Y todo lo hizo de la nada, y todo lo hizo por puro amor, sin tener ninguna necesidad de nosotros, deseando darnos su felicidad... Y sin embargo, ¡no se hace justicia al Obrero! Hace un momento habéis entrado en su casa, con la cabeza cubierta; habéis pasado ante aquel altar, donde está Él, y no le habéis saludado; habéis proferido amenazas -¡yo las he oído!- contra los servidores de este Obrero que son vuestros amigos... Esto me subleva, compañeros. Esto me hace vibrar de indignación: ¡no se hace justicia al Obrero!
Todos callan en la iglesia. Todos evitan mirar al vecino que tienen al lado. Brucker añade:
- He terminado, señores. Me llamo Raimundo Brucker, vivo en Suger, 4. Si puedo serviros en algo, estoy a vuestra disposición.
Baja del púlpito; todos le abren calle y, en silencio, sale del templo. Tras él toda la gente desfila poco a poco...
viernes, 8 de agosto de 2008
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